«Neones, restaurantes chinos / van apareciendo- / Las chicas vienen en sombras». El parpadeo del neón no es sólo el símil que más conviene a la paráfrasis de un haikti de Jack Kerouac (1922-1969), sino el que mejor explica su propuesta de revisión del género desde una perspectiva menos occidental que norteamericana, es decir, rápida, desinhibída y con aire de improvisación; de ahí la sustitución de un imaginario colectivo, insertado en el cuerpo de una tradición heredada, por otro netamente personal, que el escritor estadounidense realiza, en lo prosódico, liberando a la estrofa japonesa de su proverbial rigor métrico y, en io temático, intercalando entre las escenas del esplendor o el paso de las estaciones otras inspiradas por la vida en la gran urbe, los espacios abiertos o la historia menos amable de su país. Como explica en su prólogo el asturiano Marcos Canteli, autor de la espléndida versión de los más de 500 poemas reunidos en este Libro de jaikus, «Kerouac se fue aplicadamente al jaiku hasta hacerlo suyo y meter en él lo suyo». Lo suyo, que es lo mismo que, antes que él, fueron a buscar en la composición (tres versos de 5, 7 y 5 sflabas), en su paradigma de concisión e instantaneidad, Ezra Pound, Kenneth Rexroth o William Carlos Williams: un soporte ideal, por su naturalidad lingüística y su carácter visual, además de por su apego al objeto, para transmitir los matices (o, a veces, la ausencia de ellos) de la cambiante vida de los americanos del Norte, cifrada en esos neones que se encienden y se apagan. Así, es fácil encontrar, junto a estampas domésticas («Martes-otra vez / esa gotera / De mi tejado») y emblemas de la desolación («No hay telegrama hoy / -Sólo más / Hojas que caen») y el aburrimiento («Luna de agosto-oh, / Tengo un grano / En el muslo»), otras en que Kerouac se siente colmado por la revelación de la naturaleza («Terrazas de heléchos / a la sombra / Goteante de la secuoya»), creando una amalgama, algo ciclotímica, de desesperación y euforia con la" que el autor pretende aprovisionarse de detalles que puedan dar cuenta de la vida, tal como querían Basil Bunting y los objetivistas. Sin embargo, como ocurre siempre con el hailoi (así lo señala Canteli), el yo poético «tiende a la desaparición» para que el poema (artefacto verbal, objeto él por sí mismo) pueda erigirse en único protagonista, liberado de las ataduras biográficas y arguméntales. Así es, aunque con salvedades, pues, pese a que en estos poemas el «yo aplastante de la épica biográfica se atempera», como apunta también el traductor, es mucho el peso que aún deja en ellos la escritura de novelas como En el camino o Los vagabundas del dharma. Por eso ese «dar cuenta de la vida» incurre con frecuencia (no diremos que demasiada, porque Kerouac adopta el haiku sin renunciar a ser Kerouac) en un dar cuenta de las circunstancias del propio caminar febril del escritor, en los años posteriores a su descubrimiento del budismo. En ocasiones las piezas se nos presentan como planos de una «road movie» en los que no es difícil sentir el aliento de un gran narrador («El Greyhound, / traqueteo toda la noche, / Virginia»); otras, más sutiles, son el resultado de un estudio pormenorizado de las instantáneas de Basho y Kobayashi (o de haikuistas más modernos, que no respetan las reglas de la estrofa, caso de Ozaki Hoosai), sólo que sustituyendo el motivo de la naturaleza por el del viaje («Los silos, esperando / a que la carretera / Se les acerque»). Pero todavía hay otras en que encama la primera ley del budismo («la vida es sufrimiento») y el yo vuelve a instalarse, bien que con tiento, en el poema; así, por ejemplo, en esta elegía escrita por alguien que ha decidido vivir deprisa: «Pasan los días- / No pueden quedarse- / No me doy cuenta». O en esta rara delectación en la muerte con el concurso de un motivo tradicional de la estrofa: «El gusano mira / a la luna, / Me espera». Son éstos los haikus en que Kerouac hace suyo el género y lo adapta a su peripecia vital, o a su pulsión escatoló-gica: «Solitarios muros de ladrillo en Detroit / Toca meada / de domingo por la larde». Es donde, diríamos, se opera el trasvase de una cultura a otra; una operación en la que el haiku pierde y el haiku gana, como pierde y gana el lector de una traducción; en ésta de Marcos Canteli, que indirectamente se hace haikuista, la pérdida tiene que ver, sobre todo, con cierta literalidad; pero la ganancia es máxima, porque el poeta de Bimenes sabe hacernos llegar a Kerouac a través de su propia escritura y logra situarnos, con algunos encabalgamientos (y respetando la singular puntuación Impresionista del estadounidense), en el mundo de fracturas de su mejor poesía: «Muchacha con carro- / ¿qué / sé yo?».
LUIS MUÑIZ
Culturas - LNE
29 de noviembre de 2007
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