Reproducimos el texto del artículo publicado el pasado sábado 3 de noviembre en la sección de cultura del diario EL MUNDO:
Un libro revela al Kerouac esencial en sus "poemas japoneses"
Antonio Lucas
MADRID.- Aquella tribu de escritores que en los años 50 descubrió que EEUU era un motel de carretera propicio para el amor, para el crimen y la resaca, irrumpió en la literatura sin más mensaje que el asco.
Andaban por el mismo alambre tipos como Alien Ginsberg, Andy Snyder, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Neal Cassady y William Burroughs...
Tenían el alma inflamable y los relojes bien sincronizados. América era una reserva de mitos express que garantizaban rentabilidad inmediata. Entonces se cambiaba de dios cada dos o tres caladas. Eran los días en que Jack Kerouac (1922-1969) invocaba el infierno en cada folio hasta armar las páginas de En el camino, algo más que una novela: la vida escrita a hachazos, la propia biografía resuelta como una autopsia.
Bautizó su escritura como «prosa espontánea», pero en verdad quería decir poesía. «Yo soy un poeta, pero escribo largo en líneas, párrafos, páginas y más páginas». Tenía aspecto de púgil sin fortuna o de estibador napolitano, pero escondía una extraña delicadeza flambeada con whisky y una precisa capacidad de observación que halló también exacta correspondencia en los más de 500 haiteus -pequeños poemas de tres versos de origen japonés- que dejó dispersos en algunos de sus libros, en libretas, en esquinas de papel o en el dorso de una caja de cerillas. Ese material, en su mayor parte inédito aún en España, ha sido reunido por Bartleby Editores bajo el título Libro de jaikus, en edición bilingüe y con traducción de Marcos Canteli.
Cuenta Ginsberg que Bob Dylan le confesó que la de Kerouac fue la primera poesía que realmente le había hablado en su lengua. Nacía del relámpago de la intuición, del trazo rápido y del fogonazo, aceptando ser feroz cuando uno ya ha aceptado que puede perderlo todo.
«Kerouac está empapado de vida», dice Canteli. Y una parte de esa ebriedad vital la derramó en los cientos de haikus que escribió, sobre todo, entre 1956 y 1966, cuando ya buceaba en el budismo -filosofía abrazada por la mayoría de los heatniks-. «En muchos de esos textos siguió conservando el repertorio de las escenas clásicas del género: el paso de las estaciones, los fenómenos naturales... Pero también injertando estampas ajenas a esa tradición: América y sus escenarios míticos, estadios de béisbol, carreteras, santos de Carolina del Norte, el jazz, la gelatina de frambuesa...», apunta el traductor.
Kerouac halló una forma de decir casi al punto de la quiebra, versos de una alucinación desnuda, íntimos, que presentan a un autor insólitamente delicado, vagabundeando por una nueva forma de libertad nacida de lo concreto, de la economía visionaria. «El que aquí vemos es un poeta en busca de su desnudez», subraya Canteli. Y furiosamente esencial. La ligereza y la instantaneidad son los atributos que le interesan del hai-ku: «Loco escribí /cortinas del poesía en llamas-».
Aquel que hizo apnea en los fondos más turbios de la vida se revela en el breve poema de raíz japonesa con algo de místico del abandono, como si buscase desaparecer.
Después de experimentar abundantemente con la palabra, Kerouac se entregó a la búsqueda de la iluminación que puede traer el haiku. Como había hecho otras tantas veces, lo tensó hasta hacerlo suyo, armando un mapa disperso de obsesiones, de atardeceres, de miedos, de pequeñas utopías donde la biografía del caníbal se atempera: «Se va acabando el tiempo/ —sudor /En mi frente, de tanto ensayar».
Antes de morir escribió un último artículo cuyo título pudo ser el primer verso de uno de estos poemas mínimos que dejó dispersos por ahí, mientras cumplía con el blues descalzo de su andar: «Después de mí, el diluvio».
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