lunes, 5 de noviembre de 2007

El Kerouac esencial en EL MUNDO


Reproducimos el texto del artículo publicado el pasado sábado 3 de noviembre en la sección de cultura del diario EL MUNDO:
Un libro revela al Kerouac esencial en sus "poemas japoneses"
Antonio Lucas
MADRID.- Aquella tribu de escritores que en los años 50 des­cubrió que EEUU era un motel de carretera propicio para el amor, para el crimen y la resa­ca, irrumpió en la literatura sin más mensaje que el asco.

Andaban por el mismo alam­bre tipos como Alien Ginsberg, Andy Snyder, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Neal Cassady y William Burroughs...
Tenían el alma inflamable y los relojes bien sincronizados. América era una reserva de mi­tos express que garantizaban rentabilidad inmediata. Enton­ces se cambiaba de dios cada dos o tres caladas. Eran los días en que Jack Kerouac (1922-1969) invocaba el infierno en cada folio hasta armar las pági­nas de En el camino, algo más que una novela: la vida escrita a hachazos, la propia biografía resuelta como una autopsia.

Bautizó su escritura como «prosa espontánea», pero en ver­dad quería decir poesía. «Yo soy un poeta, pero escribo largo en líneas, párrafos, páginas y más páginas». Tenía aspecto de púgil sin fortuna o de estibador napo­litano, pero escondía una extra­ña delicadeza flambeada con whisky y una precisa capacidad de observación que halló tam­bién exacta correspondencia en los más de 500 haiteus -pequeños poemas de tres versos de origen japonés- que dejó dispersos en algunos de sus libros, en libretas, en esquinas de papel o en el dorso de una caja de ceri­llas. Ese material, en su mayor parte inédito aún en España, ha sido reunido por Bartleby Editores bajo el título Libro de jaikus, en edición bilingüe y con traduc­ción de Marcos Canteli.

Cuenta Ginsberg que Bob Dylan le confesó que la de Kerouac fue la primera poesía que realmente le ha­bía hablado en su lengua. Nacía del relámpago de la intuición, del trazo rápido y del fogonazo, aceptando ser feroz cuando uno ya ha aceptado que puede per­derlo todo.
«Kerouac está empapado de vida», dice Canteli. Y una parte de esa ebriedad vital la derramó en los cien­tos de haikus que escribió, sobre todo, entre 1956 y 1966, cuando ya buceaba en el budismo -filosofía abrazada por la mayoría de los heatniks-. «En muchos de esos textos siguió con­servando el repertorio de las escenas clásicas del gé­nero: el paso de las estacio­nes, los fenómenos natura­les... Pero también injertan­do estampas ajenas a esa tradición: América y sus escenarios míticos, estadios de béisbol, carreteras, santos de Carolina del Norte, el jazz, la gelatina de frambuesa...», apun­ta el traductor.

Kerouac halló una forma de decir casi al punto de la quie­bra, versos de una alucinación desnuda, íntimos, que presen­tan a un autor insólitamente de­licado, vagabundeando por una nueva forma de libertad nacida de lo concreto, de la economía visionaria. «El que aquí vemos es un poeta en busca de su des­nudez», subraya Canteli. Y fu­riosamente esencial. La ligereza y la instantaneidad son los atri­butos que le interesan del hai-ku: «Loco escribí /cortinas del poesía en llamas-».

Aquel que hizo apnea en los fondos más turbios de la vida se revela en el breve poema de raíz japonesa con algo de místi­co del abandono, como si buscase desaparecer.

Después de experimen­tar abundantemente con la palabra, Kerouac se entre­gó a la búsqueda de la ilu­minación que puede traer el haiku. Como había he­cho otras tantas veces, lo tensó hasta hacerlo suyo, armando un mapa disperso de obsesiones, de atardece­res, de miedos, de peque­ñas utopías donde la bio­grafía del caníbal se atem­pera: «Se va acabando el tiempo/ —sudor /En mi frente, de tanto ensayar».
Antes de morir escribió un último artículo cuyo tí­tulo pudo ser el primer ver­so de uno de estos poemas mínimos que dejó disper­sos por ahí, mientras cum­plía con el blues descalzo de su andar: «Después de mí, el diluvio».

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